Es posible que la ópera o teatro musical de Elena Mendoza y
Matthias Rebstock que el Teatro Real de Madrid ha presentado en cinco funciones
este mes de febrero tenga un único problema, y está en el planteamiento inicial
de sus creadores: “Componer una ópera hoy en día significa hasta cierto punto
reinventársela como género”. Un artista siempre ha de jugar con premisas
ambiciosas, pero quizá nos hemos pasado de frenada. Una vez contemplada –y a falta de posteriores audiciones en la grabación que de
ella dispondrá en breve Radio Clásica de Radio Nacional de España- podemos
afirmar que esta ópera se inserta de forma natural en la tradición –sí, en la
tradición- del teatro musical germano de vanguardia. Las fuentes son
reconocibles, quizá en exceso; desde luego Mauricio Kagel, claro, pero también
Beat Furrer, Dieter Schnebel, Nicolaus A. Huber y una cierta impronta sciarriniana.
Mendoza ha empaquetado una propuesta radicalmente compleja,
abstracta; hábilmente enrevesada (y sagazmente desenmarañable); en la que
gozosamente no se ha doblegado ante la imponente tradición lírica del Real,
como tampoco lo ha hecho ante su conservador y reaccionario público. Nos
aventuraremos a la cábala: Gerard Mortier estaría orgulloso del fruto de su
encargo; y nos encantaría oír al fascinante gestor defender esta creación. Sin
embargo, esta Ciudad de las Mentiras tiene su principal debe en el muy
deficiente uso que hace del continente que se le ha brindado. Menos de 30
músicos (entre los repartidos por el foso, el escenario y el Palco Real) y una
amplificación que, inexplicablemente, resultó a todas luces insuficiente, lo
que es sorprendente teniendo en cuenta que esta corría a cargo del SWR
Experimentalstudio. Ahora pensamos que, con estos mimbres, la propuesta hubiera
funcionado mejor en un espacio como el Teatro de la Zarzuela. En el foso, el especialista
Titus Engel insuflaba toda la garra posible a una orquestación que solo adquiría
fuerza en los formidables interludios instrumentales, pero que se demostraba
insuficiente durante el transcurso de la acción. Tampoco funcionó la
espacialización, salvo en muy contados instantes, con lo que la intención de
hacer del teatro una caja de resonancia orquestal también falló.
Sea como fuere, estamos ante un trabajo de autor, porque la
voz de Mendoza, por más que beba indisimuladamente de las fuentes que
legítimamente ha elegido como suyas, adquiere tonalidades propias; en su
desprejuiciado uso del humor; en su fascinación por los juegos de percusión, en
la férrea atonalidad o en el uso de una gramática vocal que empieza a serle
propia. Porque una de las mayores grandezas de esta Ciudad de las Mentiras es,
precisamente y en contra del juicio mayoritario, el uso de la voz. Una voz que
rehúye el canto postexpresionista y que se recrea en la declamación, en el
continuo de voces y de sonidos que operan como sugestiva amalgama, en el canto
musitado, en el arrullo… La obra literaria de Juan Carlos Onetti que anima la
creación la descubrimos entonces como un idóneo vehículo para este despliegue
de sustanciosa vocalidad –sí, no exactamente operística, da igual-.
Destacaremos, desde luego, la aportación del actor Graham Valentine, como el
doctor Díaz Grey, con parlatos alucinados, de inquietante, vitriólica
musicalidad; y con algunos de los momentos de mayor sustancia emocional; como
sus vocalizaciones dirigidas al arpa del piano, creando sobrecogedoras
resonancias y dibujando momentos de figuración casi vampírica. El
percusionista-camarero Tobias Dutschke –con uno de los instantes más
hilarantes- y la soprano Laia Falcón sobresalen en un elenco absolutamente
creyente, entregado y valioso.
La escenografía estática de Bettina Meyer cubrió bien el
papel; pese a una figuración un tanto mejorable; con una caracterización, en el
caso del papel de Carmen –la acordeonista Anne Landa- que remitía al trillado
universo de la comedia dell’arte; o en la cierta sobreactuación teatral de
Guillermo Anzorena, como el gestor Langman; por lo demás uno de los cantantes
más sobresalientes del repertorio contemporáneo, como viene demostrando con su
desempeño en los Neue Vocalsolisten Stuttgart. Y, como en las óperas Aura, de José María Sánchez-Verdú,
sobre un texto de Carlos Fuentes o Murmullos del Páramo, de Julio Estrada, a
partir de la novela de Juan Rulfo (y ambas vistas en Madrid), el realismo mágico, tan caro a la literatura
iberoamericana, vuelve a seducirnos en estos relatos de Onetti que parecen querer burlar inútilmente a la parca. La Ciudad de las Mentiras es, en fin, una
creación exploratoria, considerablemente satisfactoria; y una apuesta de
capital importancia para que un teatro como el Real pueda seguir capitaneando la actividad lírica española.
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