No
parece que la celebrada y necesaria (por lo que tiene de oxigenante)
cruzada que Gerard Mortier está llevando a cabo desde el despacho de
la dirección artística del Teatro Real vaya a ir de la mano de un
puñado de óperas nuevas comprometidas con su tiempo, militantemente
exploratorias y retadoras al futuro. Con la salvedad de las
históricas funciones [lea aquí la reseña] de San Francisco de Asís de Messiaen (por otra
parte, un tótem ya de la música del siglo XX), ni Ainadamar de
Olvaldo Golijov ni la venidera Il Postino de Daniel Catan ofrecieron
u ofrecerán interés alguno en ninguno de los sentidos expuestos.
Podremos
matizar esta opinión en función de la propuesta operística que
prepara la compositora Elena Mendoza y de esa Conquista de México,
de Wolfgang Rihm, de la que, una vez descolgada por cuestiones
presupuestarias La Fura dels Baus, nada sabemos sobre su posible
materialización como reverso contemporáneo de la barroca Moctezuma
de Graun ofrecida en el Real en la temporada 2010/2011.
Mucho
se la ha criticado en estas últimas semanas al norteamericano Philip Glass (Baltimore, 1937) ser preso de sus propios estilemas. Y, ciertamente,
hubiera sido musicalmente mucho más enriquecedor haber podido volver
a contemplar después de dos décadas su insuperada obra maestra
lírica Einstein on the beach o la no menos soberbia Satyagraha en la
producción firmada en 2008 por Phelim McDermott para el MET de Nueva
York.
Sin
embargo, Mortier sabe que nada sitúa más en el punto de mira
mediático a un teatro que un estreno absoluto, más si este llega
firmado por el compositor contemporáneo más programado de su
tiempo, el ínclito Glass, firmante de un puñado de obras geniales
(la ya citada Einstein, también Akhnaten y O corvo branco
-presentada en el Real-, Music with changing parts, Music in
twelve, Koyaanisqatsi…) y de otras plúmbeas y detestables (The
light, Concierto para violín nº2 ‘The four seasons’, Uakti…),
pero casi siempre correcto en la inmensa mayoría de un catálogo
prolijo a menudo minusvalorado globalmente con evidente
desconocimiento.
The
perfect american no es mejor que su inmediata precedente Kepler, pero
sí resulta superior a otras recientes incursiones líricas del
norteamericano como Waiting for the barbarians o In the penal colony. La
fórmula musical de Glass -ese minimalismo dulcificado que tan buenos
resultados le da- se repite una vez más y muchos de los pasajes bien
podrían ser intercambiables entre cualquiera de sus últimas
creaciones. Hay aquí como novedad un interesante empleo de la
percusión -sólo apreciable de manera similar en la Sinfonía nº7 'Toltec'-
y un profuso empleo de las zonas graves de los instrumentos. La ópera
no abandona en sus 95 minutos un tono de severidad que sorprende si
pensamos apriorísticamente en la asociación mental Glass/Disney, por más que el acercamiento
al genial dibujante se haga en tono crítico. Y es en esa sobriedad
armónica donde se halla uno de los puntos que hacen este título
atractivo.
Ya nadie espera a un Glass fiel a los preceptos de sus
primeros títulos líricos, el repetitivismo rítmico ha dado paso a
una reiteración monótona que, con todo, resulta poderosamente atrayente por el carácter moroso e hipnótico, como en bucle, de
toda la composición. Fallan las transiciones entre unas escenas y
otras, muy mal resueltas musicalmente, silenciando la orquesta y
perjudicando el sentido de continuidad tan absolutamente necesario en
una obra adscrita a una estética minimal -mal que le pese a Glass,
seguiremos usando el término para referirnos a su creación-.
Tampoco se comprende por qué el músico desaprovecha los abundantes
momentos en los que, ausente el canto, la partitura no consigue
imponerse a esa media voz que la domina.
En
el foso, la Orquesta Sinfónica de Madrid estuvo dirigida por el
máximo especialista en Glass -recientemente sabemos también que, en
Haydn- Dennis Russell Davies, quien no sabemos si adoctrinado por el
compositor o a causa de una discutible decisión propia, se preocupó
de concertar tanto que dejó a las voces en múltiples momentos muy
por encima de la propia música. Con todo, y ya en la antepenúltima
función a la que pudimos asistir, el rendimiento de la formación
resultó competente, probablemente superior al de las primeras
representaciones. El Coro Intermezzo se reservó en el primer y
segundo acto algunos de los momentos más brillantes de toda la
ópera. Cantaron bien unas partituras, contagiadas de buen musical,
que refrendan a Glass como a un gran autor de páginas corales. En este
sentido podemos recomendar su reciente oratorio Passion of
Ramakrishna, que contiene algunos de los momentos más inspirados de
su corpus último.
Sensación
de trabajo en equipo fue la que transmitió el elenco vocal. La
escritura de Glass para las voces solistas se mueve entre el canto y
el recitado cantabile; no estorba, tampoco apasiona. Nada tiene que
ver con el carácter tan exploratorio como musical de las obras
vocales de Sciarrino, Sánchez-Verdú o Stockhausen, tampoco incurre
-felizmente- en el recurso del canto arioso, decimonónico que
practican aún hoy compositores regresivos como Penderecki o
Rautavaara. Christopher Purves fue un excelente Walt Disney durante
una función en la que apenas se le concede respiro. Excelente Donald
Kaasch como Dantine, David Pittsinger como Roy, Janis Kelly como Hazel George y Zachary James como
Lincoln. Muy forzado, caricaturesco, el diseño de Andy Warhol del habitualmente
solvente John Easterlin, con tirantez en la voz, como incómodo en el
personaje y en lo musical.
El
material literario, la novela homónima de The perfect american de Peter Stephan Jungk, no
puntúa alto en lo que concierne a su cohesión argumental. Y así,
la ópera evoluciona en forma de set-pieces de la mano del director
de escena Phelim McDermortt, acertado en el recurso de los
audiovisuales móviles, errado en el constante movimiento de cantantes y
actores, tendiendo a la acumulación de excesivo número de figurantes. En este sentido nada nos aportó el aporte
coreográfico del conjunto The Improbable Skills Ensemble. Muy bien
resuelta toda la evocación del pueblo natal de Disney, Marceline, e
ineficazmente narradas sus últimas horas en el hospital y el
posterior fallecimiento.
Por
su icónica temática, lo asequible de su duración, la inmediata
belleza de algunos de sus momentos corales y, en fin, por lo inocuo
del conjunto, The perfect american puede acabar imponiéndose en el
futuro como una de las óperas de Glass con más largo recorrido -a
la espera de comprobar si, como parece, los teatros de ópera
norteamericanos van a acoger la obra con los brazos abiertos-. No se
trata del mejor Glass posible, tampoco del peor. Confiemos en que
Orange Mountain Music publique pronto una edición discográfica de
la partitura para poder reevaluarla en su justa medida.
1 comentario:
"Il Postino", es una ópera sumamente tradicionalista y neo-romántica, no me parece que despierte el mayor interés. Y acerca de Glass, bueno, el minimalismo siempre me ha parecido insoportable por esa repetidera infinita de notas.
Y sobre Penderecki, lástima que se haya puesto regresivo de unos 40 años hacia acá, porque obras tempranas como "Utrenja", "La Pasión de San Lucas" me parecen excelentes.
A propósito de Penderecki, no sé si sabrás, Ismael, que su primera ópera "Los diablos de Loudun" (Die Teufel von Loudun) ha sido estrenada esta semana en su versión revisada en el Teatro Real de Copenhague.
Saludos desde Colombia y perdona por salirme del tema del post, jejeje.
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