Glass en el Palacio de Carlos V. Foto: Carlos Choin |
El 63 Festival de Música y Danza de Granada ha concluido esta semana dejando por el
camino una serie de pistas que iluminan el camino que parece transitará su
nuevo director, Diego Martínez, en el futuro. Nos fijaremos, por la propia
naturaleza de este blog, en la recuperación en los programas, si quiera de
forma tibia, de la música de creación actual. La veterana cita vivió su época
más plena en múltiples sentidos coincidiendo con la dirección de Alfredo
Aracil, quien se preocupó de cincelar unas ediciones en las que los géneros
convivían armónicamente, y en donde la apuesta operística (que, cierto es, permitía el
presupuesto) se ocupó de títulos tan a trasmano como Oedipus Rex, de Igor
Stravinsky; o Jeanne d'Arc au bûcher de Arthur Honegger. En el recuerdo de quienes las
vivimos quedaron las históricas sesiones de música electroacústica en el
Planetario del Parque de las Ciencias granadino (que, incomprensiblemente,
nadie parece dispuesto a recuperar pese a su éxito), entre otros
acontecimientos, como la audición íntegra del ciclo Zayín, de Francisco
Guerrero, a cargo del Cuarteto Arditti en el Centro José Guerrero. Tras el periodo confiado a Enrique Gámez, en
el que la música de hoy fue abocada casi a su extinción, Martínez parece entender
que no puede concebirse un festival como mero escaparate. Así lo atestiguan al
menos los conciertos confiados, en la edición recién finalizada, al Taller Atlántico Contemporáneo, con obras de Morton Feldman y Sebastián Mariné, o el
recital de violín de Miguel Borrego con páginas de Sánchez-Verdú y Stockhausen,
entre otros. Habrá que seguir muy de cerca las ediciones venideras en las que
verificaremos si tiene continuidad o no la música de nuestro tiempo en las
programaciones.
La
visita de Philip Glass (1937) al Festival de Granada no se enmarcaba llamativamente
en esa (re)apertura a la música contemporánea. La suya, junto con la del
cantante de jazz Bobby McFerrin, parecía querer movilizar a ese sector del público que
da la espalda al carácter clásico –en un sentido amplio- del certamen. Desde
luego no nos parece desencaminado creer que, entre la legión de seguidores del
compositor norteamericano, hay muchos que llegan a él desde el ámbito del pop o
la música cinematográfica. Y el formato en el que se presentó el pasado 3 de
julio, a piano solo, es precisamente el más asequible para los oyentes poco
versados en el catálogo más militantemente minimalista del músico de Baltimore.
Cuando
amablemente fui invitado por el Festival a confeccionar unas notas para el programa
de mano del recital de Glass sentí, al cotejar el listado de piezas incluidas,
que el concierto iba a resultar exactamente similar al que hace tres años
disfrutamos quienes nos reunimos en el Auditorio de la Diputación Provincial de
Málaga. Para quien nunca ha visto a Glass, la oportunidad resultaba con todo
inmejorable, por más que tengamos que constatar una cierta vaguedad o falta de
exigencia en el compositor a la hora de presentarse ante el piano. El creador
de Einstein on the beach antepone la ocasión que brinda al público de presenciar
a un nombre histórico de la música del siglo XX al ofrecimiento de un
repertorio representativo y trabajado.
Dicho
de otro modo, cuando Glass sale al escenario, el titán del minimalismo constata
que ya tiene a un amplio sector del aforo ganado. Por eso, a grandes rasgos,
aquel recital malagueño y este granadino, años después, resultaron copias casi
perfectas. O el que propio músico ofrecería unos días después, el 8 de julio, en
Santander, reseñado aquí. Matizaremos no obstante que el marco ofrecido por el Palacio de Carlos V de Granada valorizó el
concierto, que se vio amablemente punteado con mágicos chirridos de murciélagos
y sonidos de otros pequeños seres propios de una noche de estío. Al aire libre, el mismo Glass se mostró
especialmente feliz de tocar en este escenario y de gozar de un aforo casi completo que le escuchó
con ejemplar atención.
Discográficamente siempre preferiremos las versiones pianísticas de Michael Riesman y de Steffen Schleiermacher de la obra glassiana a las del propio compositor, limitado teclista que recrea con aseo sólo un puñado de sus páginas para este instrumento. Comenzó el programa con la extensa Mad Rush, que nos gustará más en órgano eléctrico, pero que su autor abordó con un sorprendente tono reflexivo que sería estandarte estético de todo el concierto. Glass optaría por interpretaciones resonantes, de profuso pedal, y armónicamente muy densas (también en la selección de sus Etudes, páginas de intrascendente y pegadiza rítmica; y en las Metamorphosis). Concentrado y palmariamente agotado al final, tras la propina en forma de Closing de sus Glassworks, nos quedó el sabor de un concierto-souvenir en el que nos llevamos una imagen impagable de un autor sin el que no puede escribirse la historia de la música de nuestra era. Priorizó los pertinaces contrapuntos y los insistentes vaivenes de sus partituras a las melodías que las guían, como si estas fueran quedamente apuntadas. Y no suavizó el tono fervientemente repetitivo de sus partituras. Con Wichita Vortex Sutra, agitados por la voz en cinta del poeta Allen Ginsberg, y con un Glass entregado a una página que ama emocionalmente, sentimos, aquella noche granadina, estar en el lugar adecuado en el momento adecuado.
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