Afirmar, como ha podido leerse en
determinadas reseñas, que Wozzeck es una obra ya muy vista en Madrid
porque se ofreciera en 2007, no puede obedecer sino al avieso y
enésimo intento de la facción conservadora del público del Teatro Real de
desacreditar este nuevo acierto programativo de su actual responsable
artístico, Gerard Mortier. Máxime cuando además, aquella notable
producción, firmada por Calixto Bieito, está en las antípodas de
la ofrecida ahora por Christoph Marthaler, una realización
incomprendida por quienes defienden que los libretos operísticos son meras sumas matemáticas que ejecutar al pie de la letra.
Sin embargo, digámoslo de antemano, lo
realmente sobresaliente de estas nuevas funciones de la obra maestra
de Alban Berg ha sido su ejecución puramente musical. Apreciamos
siempre el buen hacer de Sylvain Cambreling -tanto en repertorio del
siglo XX como en títulos decimonónicos- pero no sería exagerado
claudicar en que este ha sido, hasta la fecha, su mayor logro en el
coliseo madrileño. Presagiábamos una versión morosa, analítica sí,
pero de escasa virulencia, y encontramos una interpretación
eficazmente paladeada, con una primorosa atención hacia cada una de
las familias instrumentales (bravos encendidos para la orquesta),
crispada la mayor parte del tiempo, pero también sagazmente
dramática cuando el clima lo demandaba. Una suerte de híbrido
entre el expresionismo más acerado y una visión tardorromanticista
de la partitura. Alejado tanto de la ampulosidad de un Daniel
Barenboim como del, en todo caso preferible, modernismo afilado de un
Pierre Boulez. Cambreling ha cincelado Wozzeck a su propia imagen,
como ya nos había demostrado en el recomendable DVD que firmara a
medias con Peter Mussbach en la parte escénica, y cuyos
planteamientos estéticos al respecto de la obra se han reafirmado en
las representaciones de Madrid. Ahora bien, realizado el elogio, sí
que cabría exigirle a Mortier una mayor apertura a la hora de
contratar directores musicales para el repertorio más comprometido
que propone -y que representa, por otra parte, su particular y
necesaria cruzada española-. Se nos ocurren cuatro: Arturo Tamayo,
Peter Eötvös, Susanna Mälkki y Peter Rundel, fabulosos maestros
inéditos en este foso.
El apartado vocal ha concitado
adhesiones menos inquebrantables que las suscitadas por la lectura
musical de Cambreling. Simon Keenlyside, modélico barítono lírico,
sufrió la inclemente escritura de Berg y no salió del todo ileso
del envite. Sucede que Mortier, además de cantantes, procura
contratar a solventes actores, y lo uno por lo otro, su recreación
del desdichado personaje nos conmovió en todos los niveles. Padeció
problemas de proyección pero posee una zona media en la que se mueve
con soltura. Nadja Michael debe ser -por su habitual presencia en el
Real- muy del gusto del intendente, lo cierto es que tiene en su haber
unos agudos inhabituales, de gran penetración y densidad armónica,
aunque algo descontrolados, sin llegar a decir que grita. Es además una gran
actriz curtida en el teatro de regie -¡esa gran aportación al
universo lírico que nunca cejaremos de reivindicar!- y su Marie,
chulesca y nada piadosa, lasciva sin caer en lo caricaturesco,
resultó digna de aplauso. Jon Villars, como el Tambor mayor, fue
uno de los más beneficiados por la realización de Marthaler, muy
bieitoniana en lo tocante a este personaje, caracterizado como un
macarra barrigón con ropa de mercardillo. Fue algo gritón, pero su
timbre, no sabemos si pretendidamente afeado, casó con el contexto.
Mucho se le critica a Franz Hawlata (el Doctor) su escasa prestancia,
y es cierto que anda alicorto de graves, pero su particular timbre de
voz conviene a según qué caracteres, y este es uno de ellos.
Cumplieron Gerhard Siegel, tenor con poderoso instrumento, y Roger
Padullés, de contundentes, pétreos agudos. Bien el Coro del Teatro
Real, ajustados los Pequeños Cantores de la JORCAM y mal el
niño/hijo de Marie que, al menos en la función del pasado 10 de
junio, le tembló desmedidamente la voz en su conclusivo y
escuetísimo aporte.
Repasando buena parte de lo publicado
en los medios y en foros al respecto de la producción uno no puede
por menos que llegar a la conclusión de que pocos o muy pocos se han
parado a leer las explicaciones que Christoph Marthaler ofrece para
ayudar a contextualizar su Wozzeck. Su argumentario nos parece
convincente, como también su ulterior ejecución escénica, aunque,
ciertamente, no nos mueva al entusiasmo. Ese enfermizo barracón de
juegos infantiles donde los padres abandonan a sus hijos en unas
depauperadas y pobrísimas atracciones es, de antemano, un buen espacio en el que
revivir Wozzeck. Su decisión conlleva un fiero estatismo y exige una
elevada dosis de imaginación, aunque a estas alturas, nadie debería
necesitar ninguna luna roja en el firmamento ni contemplar la sangre brotando del
cuello de Marie para estremecerse con lo que se nos cuenta aquí. El
director suizo presenta sorprendentemente al soldado como un enfermo terminal hecho andrajos vitales desde su primera aparición y demostró haber realizado un destacado trabajo
dramático conjuntamente con su colaboradora Malte Ubenauf. Un
acierto resultó la presencia constante de los niños, siempre en
segundo plano, corriendo de un lado a otro, como un hálito de
espectral inocencia en la trastienda de este miserable lugar; el
final, con la escolanía mirando fijamente al público bajo una
mortecina luz de sótano de hospital alcanzó lo estremecedor. Quedan
también en la retina medidos asaltos a la platea, como la
acertadamente cruda y nada íntima escena de sexo entre Marie y el
Tambor Mayor y la muerte en total oscuridad de Wozzeck.
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