Temes. Alberdi. Orquesta de Córdoba. Foto: Jesús Heredia Luque @jesus_hergas |
A duras penas y con el apoyo indesmayable de la Junta de
Andalucía, el Festival de Música Española de Cádiz ha alcanzado su décima
edición huérfano ya de los fuegos artificiales que acompañaron las puestas de
largo de sus primeras celebraciones. Es un certamen valioso por lo que plantea
y que continúa atando año tras año el compromiso firme de que el conjunto de las orquestas
andaluzas comparezcan en él. Pero es también un encuentro lastimeramente
modesto en el que se programa una ingente cantidad de música menor y en donde
la creación actual cada vez aparece más relegada.
En este marco, el concierto que el pasado 22 de noviembre
ofreció la Orquesta de Córdoba en el Teatro Falla representaba –junco con el que la clavecinista
María Teresa Chenlo ofreció al día siguiente con piezas de mujeres compositoras
de hoy y el encargado a Taller Sonoro con obras de alumnos de la Cátedra Manuel de Falla- el momento de mayor interés del actual certamen. Por dos motivos; de un
lado la programación, en forma de casi estreno absoluto –este había sucedido el
día anterior en el Gran Teatro de Córdoba- de Memoria del blanco (Música para
acordeón y orquesta, 2013) de José María Sánchez-Verdú; de otro, la
concurrencia en el podio del maestro José Luis Temes [con quien conversamos en esta entrevista], cuya reivindicación en un
panorama musical –el español, claro- pletórico de jóvenes batuteros sin pulso e
internacionales de tercera fila, siempre nos parece justa.
Hasta la fecha, Memoria del blanco es el último eslabón de
una serie de obras concertantes que tienen su punto más alto en el tortuoso y
fascinante Elogio del tránsito (Música para saxofón, auraphón y orquesta,2010), una de las obras maestras recientes alumbradas en este país (es un
decir, Sánchez-Verdú reside y compone en Alemania) y menor en el liviano y algo
desvaído Elogio del aire (Música para violín y orquesta, 2007). Por
medio, trabajos que rezuman un manejo del arsenal orquestal absolutamente
especulativo y volcado en la tímbrica, como Elogio del horizonte (Música para clarinete
y orquesta, 2007) y Memoria del espejo (Música para trombón y orquesta, 2013).
Dedicada al sobresaliente acordeonista Iñaki Alberdi, quien
junto con Esteban Algora, representa las dos caras más visibles y comprometidas
de su instrumento, Memoria del blanco explora intereses muy
concretos, en este caso regresan al imaginario de Sánchez-Verdú las resonancias
orientales (parecen sobrevolar mudos los textos simétricos,
rítmicos, siempre crípticos, del Tao Te Ching de Lao Tse). El histórico
filósofo chino destaca en su obra de referencia el concepto wei-wu-wei, acción
a través de la inacción, lo que no alude a permanecer inmóvil, sino a evitar
las intenciones explícitas y la voluntad que obstaculiza la fluidez armónica
consustancial a la naturaleza. En este sentido, el no-discurso de Memoria del
blanco se construye aparentemente a base de accidentes, sin que al auditor se
le ofrezcan anclajes claros para penetrar en un friso sonoro que, a la manera
de Morton Feldman, simplemente sucede ante él. Además, el compositor acentúa la
materialidad instrumental hasta el punto de que podríamos tomarnos la licencia
poética de afirmar que esta es una partitura que huele y suena a madera.
En la que señalaríamos como primera sección, dos
percusionistas golpean con cuerdas objetos no convencionales que crean un
efecto palpitante y sordo, mientras que el conjunto orquestal inspira y expira
con el acordeón injerto en la queda masa sonora. No hay el menor empeño por el
virtuosismo, tampoco, para sorpresa de quienes nos reconocemos siempre
deslumbrados por la maestría del compositor, hay un especial interés por el
ruido. Iñaki Alberdi intervino con maestría y seguridad desplegando un conjunto
de técnicas expandidas pero siempre musicales, en un sentido razonablemente
clásico: clusters sostenidos, cuartas, octavas, hasta novenas, más una ejecución
horizontal del instrumento, lo que confiere a este un timbre cuasi religioso,
sereno, de mayor resonancia y amplitud. Acaso por el origen vasco del solista,
Sánchez-Verdú, en la hipotética segunda parte, muda los latigazos percutivos
por el recurso a unos tablones de madera que son golpeados por palos, trasunto
de la ceremonial txalaparta (instrumento para el que Luis de Pablo compuso una
de sus obras más sobrecogedoras e insólitas, Zurezko Olerkia o Poema de madera,
1976).
Asegura el compositor que en esta creación “el blanco de la
superficie, en el trazado del papel y en el uso de la tinta, es básico. Incluso
sinestésicamente”. Algo de esto pudimos apreciar ya en una única audición de una obra que tiende más a la desnudez que al abigarramiento, y cuyo impacto, como
ocurre con las músicas grandes, permanece más allá de su último aliento.
Alberdi, bravo en la exploración de un acordeón antiguo y contemporáneo a la
vez, tiene en esta página probablemente su mayor logro curricular. Seguramente
estemos ante la obra concertante para acordeón y orquesta de mayor interés en
la moderna música española, algo que los oyentes interesados podrán comprobar en el futuro gracias a la grabación que de ella realizará en 2014 la Orquesta Nacional de España, a las órdenes de Arturo Tamayo [puede leer una entrevista con él en este mismo blog]. No obstante, haremos bien en no pasar por alto la transparente belleza de Gran Nada,
obra que concita idénticas fuerzas, de Manuel Hidalgo, curiosamente otro
andaluz establecido en el país germano.
La Orquesta de Córdoba lleva años abandonando paulatinamente
el razonable affair que mantuvo con la música de hoy en la época de Leo Brouwer y eso les pasa factura cuando abordan, sin naturalidad, un lenguaje que no les es cercano. José Luis Temes disipó dudas gracias una intensa semana de ensayos, y a
una implicación en clarificar texturas y hacer casi palpables las intenciones
de una música que niega más que otras la posibilidad de ser explicada. Su labor
como principal director invitado del conjunto resultará, vista con la
perspectiva del tiempo, clave y excelente. Pero hacen falta más programas como este para no hablar de hechos aislados en una temporada musical, la de esta orquesta, que tiende la mano pertinazmente a compositores de tercera y cuarta fila.
Prólogo a la obra de Sánchez-Verdú fue la Obertura en Do
mayor de Mariana Martínez (1744-1812), música sencilla e intrascendente con un
adagio central de innegable belleza melódica. Temes, como ningún otro director
español, ha aprendido la lección de Sir Roger Norrington y otros directores
ligados a la interpretación historicista. Sin interés alguno en aplicar con
exactitud aquellos planteamientos, en los últimos años el maestro madrileño se
ha descolgado como un soberbio lector de música clasicista; articulaciones
fluidas, dinámicas rápidas, uso restringido del vibrato, escasa afectación. Si
las dudas, está al alcance de cualquier melómano un triple cedé con un puñado
de Sinfonías de Ramón Garay (Verso), con la Orquesta de Córdoba, en la que
Temes extrae petróleo de unos pentagramas sólo aceptables. En la segunda mitad,
la orquestación de las Tres sonatas del Padre Soler (1984) de Antón Garcia
Abril (1933) nos permitió reencontrarnos con la amable obra del autor de la
mítica sintonía de El hombre y la tierra. Respetando el aprecio y la defensa
que Temes hace de la obra de Pablo Sorozábal (1897-1988), tanto su Paso a
cuatro (1956) como Vino, solera y salero (1979), correctamente ejecutadas,
representan dos trabajos irrelevantes apegados a una estética cuya enarbolación
sólo sirve para agradar a melómanos jubilados. Hubiéramos preferido,
si de recurrir a música amable y brillante se trataba para cerrar el concierto,
plantear la rarísima audición de, por ejemplo, la mendelssohniana y bella Sinfonía nº1 de Tomás Bretón que tan
ejemplarmente ha llevado Temes a la fonografía.
1 comentario:
Felicidades sinceras... compare su crítica con otra crítica, de un medio público. Quedémosnos sólo con el párrafo sobre Verdú. Bien por usted, señor Cabral
A continuación llegó la obra más moderna del programa: el estreno absoluto de Memoria del blanco de José María Sánchez-Verdú (1968). El autor se encontraba entre el público y, tras la ejecución, se acercó a saludar (desde el patio de butacas) junto al laureado solista de acordeón Iñaki Alberdi y al director José Luis Temes, frecuente al frente de nuestra orquesta en su apuesta encomiable por la música española. Si imaginamos la metáfora que sugiere el título de esta crítica, me pareció que la actitud del público frente a este pastelillo del surtido osciló entre quienes al morderlo lo abandonaban disimuladamente escondiéndolo bajo el borde de un plato y quienes lo miraban sorprendidos preguntándose qué hacía aquello en un surtido clásico. ¡Alguien había colado una cosa de Ferrán Adrià en la fuente de los Ferrero Rocher! Una minoría, más afín a los lenguajes musicales cultos de nuestros días o simplemente más abierta a experiencias distintas, valoró esta propuesta de Sánchez-Verdú, aunque no logró que la ovación durara ni la mitad que la del Paso a cuatro de Sorozábal. La obra se inspira en la pintura china sobre papel e intenta explorar las sugerencias sonoras menos habituales del acordeón, poniéndolas en diálogo con la orquesta. Se agradece ver a una orquesta clásica abandonar su papel de máquina rumiante de obras del pasado y sonar de una forma nueva, creando texturas de ruidos y sonidos distintos, muchos de ellos justo los rechazados por la tradición. Me encantó asimismo el papel de la percusión, que al no usar ninguno de los instrumentos habituales, también logro producir nuevas sensaciones.
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