Robert Ashley |
"In some ways, Ashley is the musical counterpart of David Lynch, a detective of weird secrets amid everyday life, but he's a gentler, more compassionate spirit". Alex Ross
Su fallecimiento no ocupará ningún obituario en la prensa en español (¿acaso un breve en alguna revista especializada?) y no habrá artículos de opinión que lo saluden con adjetivos mayestáticos y adverbios emocionados. Quizás es así, en una sociedad que abraza lo fácil, que se rinde al pop (en un sentido cultural, no estrictamente musical), que gusta de fusiones y da la espalda a lo verdaderamente genuino, una obra como la de Robert Ashley (28-03-1930/03-03-2014) lo tiene todo para pasar desapercibida. Sus discos eran sigilosamente distribuidos en España por Arsonal y su obra, amplia y de gran calado, es una auténtica desconocida, circunscrita incomprensiblemente a los cenáculos de la música avanzada en Norteamérica [su última obra, Crash, se estrenará el próximo mes de abril en el Museo Whitney de Nueva York]. Pues como veremos la suya es una obra de una hermosa plasticidad.
Tantas
veces que se teoriza sobre ópera contemporánea, tantas veces que se ignora (no
entraremos en las posibles razones de ello) la aportación trascendental de
Ashley a un género que renovó y ubicó en perfecta conjunción con las
tecnologías de su siglo. Ha muerto el creador de un artefacto sin apenas
descendencia, la vídeo-ópera. Nacido en Ann Arbor (Michigan), su obra es, en un
primer estadio, indisociable de los primeros minimalistas estadounidenses. Y
todo su catálogo evolucionará barnizado por un encantador perfume repetitivo
que se irá tamizando con sutiles capas de new age, arte radiofónico y hasta
cierto abrazo de fórmulas populares (en parecida medida que los aportes de otro
músico USA, Paul Lansky).
El revulsivo contracultural que supuso el downtown neoyorkino tuvo una extensión en el Medio Oeste –Alex Ross en The rest is noise recuerda cómo a los
experimentalistas de ciudades como Ann Arbor, Urbana o Iowa se les llamó la ‘vanguardia
I-80', en referencia a la autopista que atraviesa la parte septentrional del
país-. El histórico a fuer que breve Festival ONCE (1961-1965) sirvió de punto
de encuentro de autores como Alvin Lucier, Gordon Mumma y Robert Ashley, quien
en 1964 presentara The Wolfman, donde él mismo aullaba con retroalimentación en
una creación sonora que todavía hoy juzgamos entre las más agresivas y lacerantes
del arte sonoro. Años después, el músico idearía String Quartet describing the motions of large real bodies (1972), para una orquesta electrónica, trabajos de
fuerte impronta plástica muy influenciados aún por John Cage. Todavía
retendremos de aquella época una miniatura como She was a visitor (1967),
composición que le identificará de por vida, esqueje de un catálogo que iba a
ahondar con una voluntad cuasi periodística en la columna vertebral del
imaginario estadounidense.
No será
hasta 1979 cuando no hallaremos la primera gran creación de Ashley, acaso jamás
superada por él, Automatic writing, un diálogo íntimo para dos voces y electrónica que
transmite al oyente una atmósfera llena de sutileza y erotismo. Escuchada en
las condiciones adecuadas, la melopea de un recitado inconexo y constante,
junto a unas sonoridades quedas que parecen palpitar, pueden sumergir al
auditor en un agradable estado de duermevela. Esa sensación cercana a la
hipnosis que provoca su audición será una de las constantes de su música, que
ya ante una pieza de mayor amplitud como Atalanta, nos hará plantearnos la certera idoneidad del término empleado por Ashley para definir este tipo de trabajos:
stories. Composiciones que nacen de un autor al que nunca le interesó mirarse
en la música europea, creaciones que prefieren a recitadores antes que a
cantantes, y en las que Ashley demuestra su inmensa capacidad para la
recreación melódica con el lenguaje.
De
acuerdo que el hieratismo de sus stories no anda lejos de hallazgos como la
genial Einstein on the beach de Philip Glass, pero Ashley siempre permanecerá
más apegado a la realidad, adoptando casi la personalidad de un periodista que narra
historias prestadas de la realidad, donde sus intérpretes, siempre pegados a un
micrófono, desmenuzan sus encuentros y desencuentros, acumulan sentimientos y
desprenden una inequívoca sensación de pertenencia a la comunidad. Dramas de
mayor o menor enjundia que se funden con una música, diríamos planeante,
imperturbable, un continuo sonoro sobre el que se funden tensiones y distensiones
dichas siempre sin el menor atisbo de excitación, acaso porque cada personaje
de sus stories narra sin tener en cuenta al otro (caso de Dust). Las historias
no se cruzan, en cierto sentido no evolucionan, será tarea del oyente el recomponerlas
si este lo considera oportuno. “Música del inconsciente”, según el crítico Francisco Ramos, quien ya en 1994 en su libro La música del siglo XX situaba a Ashley como una de las personalidades claves de la música avanzada en
la segunda mitad del siglo XX.
Muere
Ashley y, merced a su amplia fonografía (en sellos como Lovely Music y Alga
Marghen) disponemos de todo un arsenal discográfico (de su pieza Yellow man with heart with wings (1978) se registró incluso una versión en castellano) para adentrarnos
en unas propuestas, de singular tono onírico, que permanecerán en la posteridad
como aportaciones de rotunda personalidad. Óperas, ¿óperas? sin ningún afán de
trascendencia y que parecen negar, desde sus mismos planteamientos
compositivos, todo intento de escenificación: música que se disfruta mejor (en
un sentido sinceramente gozoso, laxo) con la luz apagada, dejándonos mecer, no
intentando entender, sólo escuchando.
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