Audición: Saint François d'Assise (Tableau 3). M. Orán. P. Rouillon. J. Gilmore. Radio Synfonie Orkest. K. Nagano. Grabación: KRO (Muziekcentrum Vredenburg, Utrecht)
Siendo honrados con el mentor de las funciones que el Teatro Real ha llevado a cabo el presente mes de julio de San Francisco de Asís (Saint François d'Assise) -1975/83- de Olivier Messiaen (1908-1992), de no ser por Gerard Mortier, director del coliseo, hoy no se estaría hablando del estreno escénico de este título en España. Era de preveer que el belga volviera a estampar su firma de bienvenida con una producción de su ópera fetiche y, sin lugar a dudas, una de las obras más importantes que el género nos legó en el siglo XX. San Francisco ya no es por fortuna una ópera desconocida para el público de este país y el revuelo y polémica que su programación, y todo lo que ha rodeado a su presentación, ha generado corre pareja con el éxito suscitado entre un amplio sector del público.
Pese a que quien esto suscribe no ve demasiados motivos de alborozo en la temporada 2011/2012 que Mortier ha presentado, lo cierto es que el intendente es una de las personalidades más brillantes del universo operístico, algo que en Madrid demostrará con creces en el programa que ya está pergueñando para 2012/2013. Firme defensor y propiciador de la ópera contemporánea, sabedor de que (casi) ningún título notable se ha perdido en el pasado, crítico con el belcantismo y otros excesos retóricos, ahuyentador de directores de escena conservadores y antiteatrales, azote de las vagas estrellas líricas que pretenden imponer sus conciertos (bolos) para vender discos y paladín de la escena contemporánea. La ópera es también teatro y este ha de ser tan importante (o más) que el nivel de las voces que, por norma general, siempre suele puntuar alto en sus temporadas. En fin, estamos convencidos de que Madrid saldrá sin lugar a dudas beneficiada de la estadía de Mortier al frente del Real. Tiempos oscuros vendrán en el futuro en el que otros intentarán erigir la carcoma en santo y seña de la gestión. San Francisco ha pasado por el Real, o por el Madrid Arena, que tanto da. El ruido y los dimes y diretes que suscitó el traslado del montaje a otro escenario forma parte de la campaña de estiércol de sus detractores. Hablar de “expedición” o “molestias” por enviar al aficionado a un recinto ubicado a dos paradas de metro de la céntrica Plaza de España de la capital es de traca.
Vaya de antemano que no todo en este San Francisco de Asís ha sido perfecto. Bien es verdad que el único título lírico de Messiaen no goza aun de la puesta en escena ideal. Es posible que la reciente escenificación en la Ópera de Munich a cargo de Hermann Nitsch tampoco lo sea. Habrá que comprobarlo -en breve podrá disfrutarse en la Scala de Milán-. En todo caso ni Peter Sellars ni Stanislas Nordey ni Pierre Audi acertaron con sus respectivas propuestas. Tampoco el matrimonio Kabakov con su inmenso dispositivo escénico en forma de cúpula que sirvió de base en las funciones de 2003 en la nave industrial de la Jahrhunderthalle de Bochum y que ha podido verse en Madrid dan en la diana. Si quitamos una auténticamente molesta pajarera repleta de palomas que nada aporta visualmente y que ofende notablemente a quienes creemos en la libertad y derechos de todos los individuos sintientes de este planeta, nos queda una escultura de luz y cristal que evoca a una vidriera catedralicia.
Podrá reprocharse que la puesta en escena de los Kabakov es insuficiente pero, siendo honestos con ellos, nunca la definieron como tal. Hablaron de instalación y en efecto eso es con lo que contó el Madrid Arena, con una instalación artística -la citada cúpula- y una pasarela. En un teatro de ópera la escultura podría ser contemplada únicamente desde el patio de butacas y en un estadio deportivo como el que la ha albergado el radio de visibilidad se amplía algo más, especialmente por cuanto que el propio Real invitó a todos los espectadores a ocupar los espacios más centrados para poder disfrutar de la instalación. Quienes censuran que personalidades artísticas como los Kabakov penetren en el mundo de la ópera pueden ser los mismos que, otrora, criticaron que un grupo teatral como La Fura dels Baus o un artista plástico como Achim Freyer probaran la experiencia escenográfica. Hoy día la pervivencia visual del género no se entiende sin ellos. Así pues bienvenidas sean estas propuestas de sinergias y diálogos arriesgados que sólo favorecen y abanderan visionarios como Mortier (a este respecto es de gran interés leer su personal manifiesto literario Dramaturgia de una pasión, en el que el director del Real expone su visión de la ópera).
Más allá del espectáculo cromático de la cúpula, por la pasarela transitaron los personajes franciscanos y se jugó también con el espacio en las diferentes apariciones del Ángel -ubicado en la grada izquierda del Madrid Arena- así como también con la disposición de la propia orquesta y los dos coros (del Teatro Real y de la Generalitat Valenciana) que, a igual manera que la escenificación de Audi en la Ópera de Holanda, se ubicaron frente al público. En lo que respecta a la dirección escénica de Giuseppe Frigeni esta se aplaudió con corrección: movimientos parsimoniosos y una más que evidente herencia del imaginario de Stockhausen admirable en los movimientos del Ángel -con hieráticas flexiones de brazos y vueltas de 360º sobre su eje a igual modo que el personaje de Michael en la heptalogía Licht-. Especialmente bien resuelta transcurrió la escena tercera del primer acto El beso al leproso (Le Baiser au Lépreux) en la que el tenor apareció literalmente atado a una sombra en forma de bailarín de danza contemporánea (citémoslo, Jesús Caramés) momificado de negro que realizaba convulsas contorsiones y que representaba el padecimiento y la terrible enfermedad del protagonista.
Estas ocho escenas franciscanas contaron también con uno de los mejores elencos posibles. Y si en Munich ha sido la siempre ejemplar Christine Schäfer la encargada de dar vida al Ángel, en Madrid la joven soprano sueca Camilla Tilling cantó en estado de gracia. Su voz dulce e incontestablemente natural, modulada a antojo, sin dificultad ni siquiera en su difícil proyección -obligada a cantar desde puntos muy alejados del escenario- la convirtió en la gran estrella vocal de la función. Cierto es que el personaje es, en sí mismo, uno de los caramelos más sabrosos de la ópera del siglo XX pero barnizarlo con semejante tono de conmovedora espiritualidad no está al alcance de cualquier voz. El San Francisco de Vincent Le Texier fue, como se esperaba, un dechado de idiomatismo, su voz de barítono cumplió con la partitura, se entregó al máximo y sonó natural en los agudos a pesar de aquejar cierta monotonía en sus parlatos de la escena sexta del segundo acto El sermón a los pájaros (Le Prêche aus Oiseaux). El Hermano León de Wiard Witholt fue solvente aunque palideció al lado del estupendo Maseo cantado por Tom Randle, de voz cálida y buena dote actoral. Menos bien el leproso de Michael König, tenor de voz lírica pura, pero de escasa proyección y tono dubitativo. A buen nivel el resto, Gerhard Siegel (Hermano Elías), Victor von Halem (Hermano Bernardo), Vladimir Kapshuk (Hermano Silvestre) y David Rubiera (Hermano Rufino).
Pero el protagonista indiscutible de San Francisco es la orquesta y no hay constancia de ninguna mejor para esta empresa que la Orquesta Sinfónica de la Radio de Baden-Baden – Friburgo (SWR Sinfonieorchester). Siendo francos no se nos ocurre otro conjunto sinfónico más apropiado para casi cualquier repertorio (sus grabaciones de clásicos como Haydn y Mozart con Sin Roger Norrington son absolutamente referenciales, no menos lo es el Mahler y el Bruckner tan dispar, tan fascinante ambos, que sellaron discográficamente con dos titanes de la dirección como Michael Gielen y el ya citado Norrington y su intensa dedicación a la creación de vanguardia, de la mano singularmente de Sylvain Cambreling, pero no sólo, aupan a la SWR al podio sinfónico mundial). Se afirma en el libro-programa confeccionado por el Real que esta orquesta volverá en el comienzo de la temporada 2012-2013 con Moses und Aron de Arnold Schönberg nuevamente dirigido por Cambreling en lo que, anticipamos, será otro acontecimiento histórico. Sin embargo este anuncio colisiona (o no) con el de la programación de Wozzeck de Alban Berg la misma temporada. Dos óperas pertenecientes a la Segunda Escuela de Viena en tan cercano marco temporal es una apuesta harto arriesgada. Veremos a ver en qué orden disfrutaremos de ellas.
En fin, retornando a San Francisco, esta aventura estética y espiritual contó con una orquesta que comprende cada resquicio de la partitura. Cambreling optó por una lectura algo morosa, detalladísima, de una claridad despampanante que abrazó lo magistral en los breves interludios instrumentales en los que todos los pájaros y ecos místicos de la orquesta de Messiaen atravesaron al público en éxtasis. Si escénicamente la obra no corre con una gran suerte (algo lógico dado su carácter indefinible: oratorio no es, ópera tal vez, espectáculo la denominó el compositor), musicalmente las grabaciones de Seiji Ozawa, Kent Nagano (en dos ocasiones, una inencontrable grabación del sello Kro (!) con la Radyo Symfonie Orkest -Utrecht, 28/09/86-, y la bien conocida de Deutsche Grammophon con la Hallé Orchestra -1999-) e Ingo Metzmacher son, cada una por distinta razón, esenciales. Cambreling restó efectismo a la partitura aterciopelando timbres, modulando los volúmenes y realzando los teclados y percusiones. A la vez también concedió una vital importancia a las tres ondas martenot -Valérie Hartmann-Claverie, Nathalie Forget y Bruno Perrault- que se escucharon de forma extraordinaria, revelando sonoridades que hasta ahora habían permanecido ocultas y haciendo de ellas un auténtico festín sonoro (es incomprensible y lastimoso que los compositores contemporáneos hayan prestado tan escasa atención a uno de los instrumentos más bellos y arrebatadoramente extraños del siglo XX cuyas posibilidades, aún hoy, nos parecen inabarcables).
La sabia, personal y recogida interpretación de Cambreling -un especialista en Messiaen, de quien ha grabado su integral sinfónica en el sello Hänssler- fue otro de los aciertos del staff de una producción cuyo recuerdo está llamado a perdurar en la memoria del aficionado toda la vida. Al final, bravos enfervorizados y una adhesión unánime. Mortier y su cabezonería -parafraseando la crítica de Juan Ángel Vela del Campo en El País- han dado sus frutos. Hoy, después de San Francisco, y gracias a Messiaen, somos un poco más felices.
La sabia, personal y recogida interpretación de Cambreling -un especialista en Messiaen, de quien ha grabado su integral sinfónica en el sello Hänssler- fue otro de los aciertos del staff de una producción cuyo recuerdo está llamado a perdurar en la memoria del aficionado toda la vida. Al final, bravos enfervorizados y una adhesión unánime. Mortier y su cabezonería -parafraseando la crítica de Juan Ángel Vela del Campo en El País- han dado sus frutos. Hoy, después de San Francisco, y gracias a Messiaen, somos un poco más felices.