Concluidas las funciones de Die Eroberung von Mexico en el
Teatro Real, sirvan estas líneas para plasmar unas impresiones muy postreras al
respecto de la que ha sido una de las apuestas más rotundas que el defenestrado
director artístico del coliseo, Gerard Mortier, ha puesto sobre el escenario.
Atrás, y siempre en el ámbito de la música contemporánea, han quedado unas
históricas funciones de Moises und Aron con la soberbia SWR Sinfonieorchester
Baden-Baden und Freiburg [lea aquí la reseña]. En el recuerdo permanece
igualmente el muy competente título, The perfect american, que Philip Glass
presentó hace unos meses [cuya crónica puede repasar en este enlace]. Y en el
futuro, amén de Brokeback Mountain, de Charles Wuorinen, habremos de contemplar
–dado que el sucesor del belga, Joan Matabosch, ha decidido muy juiciosamente
seguir adelante con los encargos- los estrenos absolutos de los títulos líricos
de Mauricio Sotelo, Elena Mendoza y Alberto Posadas, siendo la obra que este
último presente la que más expectación despierta para quien esto firma.
Se ha querido vender en muchos medios de comunicación (y
algunos críticos han incidido incomprensiblemente en ello) que La conquista de
México era un título vanguardista avant la lettre. Incluso se han deslizado
hacia el espectador instrucciones sobre cuál habría de ser su predisposición a
la hora de sobrellevar su exposición a la ópera de Wolfgang Rihm. Pero nada más
incierto. Justamente porque el primer interesado en marcar distancias es el
propio compositor, quien llega incluso a evidenciar cierto incomodo cuando
intenta adjudicársele a parte de su obra la etiqueta de avanzada [consúltese, en
inglés o alemán, la entrevista que pude realizarle, al hilo de
las representaciones aquí comentadas]. Ello a pesar de que La conquista, ópera
estrenada en 1992, constituye junto con la camerística Jagden und formen (1995-2001)
y la crispada música concertante para violonchelo y orquesta Styx und Lethe
(1997-98), uno de los logros mayores de un creador con romántica ansia de
trascendencia, dramaturgia de asideros decimonónicos y nula simpatía por el
experimentalismo de laboratorio.
Así que no, La conquista no es una ópera de vanguardia, al
menos, no en el mismo modo en el que sí lo fueron Pelleas et Melisande,
Wozzeck, Die Soldaten, Prometeo, Le Grand Macabre o la heptalogía LICHT.
Hablamos de un título gestado a menos de una década del siglo XXI en el que
existe una línea de canto-recitado post-schoenberguiano apreciable en las voces
femeninas y una música que evoluciona, fluctúa y se rearma a base de agresivos
crescendos de efectivos resultados dramáticos. Obra compleja en varios planos
intelectuales, en la música, sí, también en la narratividad (o por la ausencia
de ella) y en su carácter intrínsecamente alegórico (no nos parece que el
desarrollo de la misma esté muy alejado de ciertos títulos protobarrocos), La
conquista de México es una partitura
apreciable (muy hábil en el manejo del continuo ostinato rítmico y de los
pedales, que funcionan a modo de motor de tensiones), lastrada por cierto
eclecticismo, hasta indefinición muy propia de Rihm y no imprescindible (lo que
hace la oportunidad de su presentación aún más valerosa en un teatro ajeno hasta
hace bien poco al presente lírico).
Donde más nos interesa la obra es justamente en el recurso
del compositor a un texto de Antonin Artaud que se nos ofrece entreverado por
versos de Octavio Paz. Uno de los rasgos más afortunados de la vanguardia
musical fue el conseguir desterrar de la ópera/teatro musical cualquier afán argumental,
evidenciando por lo demás que el ‘debe’ del género ha sido exactamente ese: la
generalizada pobreza de los vodeviles que compositores de todos los siglos han
desplegado en el escenario (excepción hecha de las primeras tentativas de Cavalieri
y Monteverdi). La pobreza dramatúrgica llegó al paroxismo en pleno siglo XX con
Puccini, y sólo Alban Berg fue capaz de dar verdaderas lecciones de teatro –en sentido
literario- en sus dos obras maestras: Wozzeck y Lulú. Luego vendría la fantasía
operística, la reinvención de la cantata, el oratorio teatralizado, en fin,
propuestas soberbias en lo textual que van desde el Moses de Schoenberg a
ATLAS. Inseln von Utopie de José María Sánchez-Verdú, composiciones que se
desligan de la infausta tradición cuasicinematográfica de tener que contar
algo, para proponer ideas, pensamientos, reflexiones; para hacer de la ópera un
auténtico objeto artístico y de reflexión, antes que un divertimento con
planteamiento, nudo y desenlace.
De esta virtud participa el título de Rihm que comentamos,
merced a un bellísimo original literario de Artaud, de una dimensión poética
exquisita, que en su estilización ha de sacrificar cualquier reflexión sobre el
genocidio español en América. La obra bascula en torno a una cuestión de
géneros (masculino, femenino y neutro, como se repite casi a modo de mantra a
lo largo de la obra), planteamiento filosófico que permite a Rihm multiplicar
voces y expandir espacialmente la orquesta, también gracias a la presencia de
un coro grabado cuyas posibilidades de manipulación electrónica son muy
modestamente utilizadas por el compositor.
Como siempre ante una empresa mimada por Mortier, y pese a
lo que digan sus más reaccionarios enemigos, el aspecto artístico ha sido
cuidado con un celo exquisito. En lo vocal (y circunscribiéndonos a la función
a la que pudimos asistir, del domingo 13 de octubre), tanto Nadja Michael –asombrosa
como Montezuma- como las sopranos Caroline Stein y Katarina Bradic, encargadas
de expandir la vocalidad de la primera en otras tesituras, brindaron una
interpretación de enorme compromiso. Georg Nigl fue un Cortez un tanto excesivo
en lo teatral pero de enorme cavernosidad en el canto, secundado por dos recitadores
cuyas onomatopéyicas intervenciones, cercanas al Ligeti de Aventures, ayudaron a
rarificar el espacio sonoro. Resulta incomprensible que el Teatro Real haya
olvidado una vez más al maestro español, residente en Berlín, Arturo Tamayo,
quien ha defendido en numerosas ocasiones la obra de Rihm. Alejo Pérez concertó
con gran competencia y pese a no ser este su repertorio de referencia, se
mostró muy atento a las fuerzas instrumentales repartidas por el Real, pero descuidó
las dinámicas y casi enmudeció a la orquesta en los instantes más sutiles, acaso preocupado en
exceso por no tapar voces.
“No estamos ante una ópera de corte psicológico, sino de
sonidos relacionados con episodios de la historia de la conquista de México”,
dirá el algo sobrestimado director de escena, Pierre Audi. Ayudado por el
escenógrafo Alexander Polzin, ambos plantearon una visión en exceso colorista,
contagiada por cierto hieratismo wilsoniano muy apropiado, pero sin que la realización
global, por más que apreciable, llegara a entusiasmar. La misma contención
expresiva que destila la música imantó la teatralización, que podía haber
marcado distancias con una mayor explicitud del tono primitivista y sanguinario
que como una columna vertebral recorre acechante la obra. Todo queda aquí en el
terreno de la ensoñación, con destellos certeros, como esa suerte de árbol de
arterias o el lumínicamente intimista dúo final, clausurado con ese verso de
Paz –“inacabable amor manando muerte”- que resonará en nuestras consciencias
una vez bajado el telón.