19 jun 2013

Alban Berg, 'Wozzeck'. Teatro Real (10-06-2013)

Afirmar, como ha podido leerse en determinadas reseñas, que Wozzeck es una obra ya muy vista en Madrid porque se ofreciera en 2007, no puede obedecer sino al avieso y enésimo intento de la facción conservadora del público del Teatro Real de desacreditar este nuevo acierto programativo de su actual responsable artístico, Gerard Mortier. Máxime cuando además, aquella notable producción, firmada por Calixto Bieito, está en las antípodas de la ofrecida ahora por Christoph Marthaler, una realización incomprendida por quienes defienden que los libretos operísticos son meras sumas matemáticas que ejecutar al pie de la letra. 

Sin embargo, digámoslo de antemano, lo realmente sobresaliente de estas nuevas funciones de la obra maestra de Alban Berg ha sido su ejecución puramente musical. Apreciamos siempre el buen hacer de Sylvain Cambreling -tanto en repertorio del siglo XX como en títulos decimonónicos- pero no sería exagerado claudicar en que este ha sido, hasta la fecha, su mayor logro en el coliseo madrileño. Presagiábamos una versión morosa, analítica sí, pero de escasa virulencia, y encontramos una interpretación eficazmente paladeada, con una primorosa atención hacia cada una de las familias instrumentales (bravos encendidos para la orquesta), crispada la mayor parte del tiempo, pero también sagazmente dramática cuando el clima lo demandaba. Una suerte de híbrido entre el expresionismo más acerado y una visión tardorromanticista de la partitura. Alejado tanto de la ampulosidad de un Daniel Barenboim como del, en todo caso preferible, modernismo afilado de un Pierre Boulez. Cambreling ha cincelado Wozzeck a su propia imagen, como ya nos había demostrado en el recomendable DVD que firmara a medias con Peter Mussbach en la parte escénica, y cuyos planteamientos estéticos al respecto de la obra se han reafirmado en las representaciones de Madrid. Ahora bien, realizado el elogio, sí que cabría exigirle a Mortier una mayor apertura a la hora de contratar directores musicales para el repertorio más comprometido que propone -y que representa, por otra parte, su particular y necesaria cruzada española-. Se nos ocurren cuatro: Arturo Tamayo, Peter Eötvös, Susanna Mälkki y Peter Rundel, fabulosos maestros inéditos en este foso.

El apartado vocal ha concitado adhesiones menos inquebrantables que las suscitadas por la lectura musical de Cambreling. Simon Keenlyside, modélico barítono lírico, sufrió la inclemente escritura de Berg y no salió del todo ileso del envite. Sucede que Mortier, además de cantantes, procura contratar a solventes actores, y lo uno por lo otro, su recreación del desdichado personaje nos conmovió en todos los niveles. Padeció problemas de proyección pero posee una zona media en la que se mueve con soltura. Nadja Michael debe ser -por su habitual presencia en el Real- muy del gusto del intendente, lo cierto es que tiene en su haber unos agudos inhabituales, de gran penetración y densidad armónica, aunque algo descontrolados, sin llegar a decir que grita. Es además una gran actriz curtida en el teatro de regie -¡esa gran aportación al universo lírico que nunca cejaremos de reivindicar!- y su Marie, chulesca y nada piadosa, lasciva sin caer en lo caricaturesco, resultó digna de aplauso. Jon Villars, como el Tambor mayor, fue uno de los más beneficiados por la realización de Marthaler, muy bieitoniana en lo tocante a este personaje, caracterizado como un macarra barrigón con ropa de mercardillo. Fue algo gritón, pero su timbre, no sabemos si pretendidamente afeado, casó con el contexto. Mucho se le critica a Franz Hawlata (el Doctor) su escasa prestancia, y es cierto que anda alicorto de graves, pero su particular timbre de voz conviene a según qué caracteres, y este es uno de ellos. Cumplieron Gerhard Siegel, tenor con poderoso instrumento, y Roger Padullés, de contundentes, pétreos agudos. Bien el Coro del Teatro Real, ajustados los Pequeños Cantores de la JORCAM y mal el niño/hijo de Marie que, al menos en la función del pasado 10 de junio, le tembló desmedidamente la voz en su conclusivo y escuetísimo aporte.


Repasando buena parte de lo publicado en los medios y en foros al respecto de la producción uno no puede por menos que llegar a la conclusión de que pocos o muy pocos se han parado a leer las explicaciones que Christoph Marthaler ofrece para ayudar a contextualizar su Wozzeck. Su argumentario nos parece convincente, como también su ulterior ejecución escénica, aunque, ciertamente, no nos mueva al entusiasmo. Ese enfermizo barracón de juegos infantiles donde los padres abandonan a sus hijos en unas depauperadas y pobrísimas atracciones es, de antemano, un buen espacio en el que revivir Wozzeck. Su decisión conlleva un fiero estatismo y exige una elevada dosis de imaginación, aunque a estas alturas, nadie debería necesitar ninguna luna roja en el firmamento ni contemplar la sangre brotando del cuello de Marie para estremecerse con lo que se nos cuenta aquí. El director suizo presenta sorprendentemente al soldado como un enfermo terminal hecho andrajos vitales desde su primera aparición y demostró haber realizado un destacado trabajo dramático conjuntamente con su colaboradora Malte Ubenauf. Un acierto resultó la presencia constante de los niños, siempre en segundo plano, corriendo de un lado a otro, como un hálito de espectral inocencia en la trastienda de este miserable lugar; el final, con la escolanía mirando fijamente al público bajo una mortecina luz de sótano de hospital alcanzó lo estremecedor. Quedan también en la retina medidos asaltos a la platea, como la acertadamente cruda y nada íntima escena de sexo entre Marie y el Tambor Mayor y la muerte en total oscuridad de Wozzeck.  

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